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Éramos pocos y florecieron los antivacunas

Stephen Harmon negaba el Covid y se burlaba de las vacunas en las redes sociales. Se contagió y documentó su agonía.

“Era la persona más sana y en forma que conozco. Estaba escalando montañas en Gales y acampando en el bosque cuatro semanas antes de morir”. Sin consuelo, Jenny Mccann habla de su hermano gemelo, John Eyers, que a los 42 años murió de coronavirus a principios de agosto. “Pensó que si contraía el Covid sería una forma leve. No quería poner una vacuna en su cuerpo”. Se arrepintió, tarde, en su lecho de muerte. A los 34 años Stephen Harmon se cansó de postear en sus redes sociales comentarios como “Tengo 99 problemas, pero la vacuna no es uno de ellos”, alardeando de su negativa a recibirla, ya que “confiaba más en la Biblia que en Anthony Fauci”, el experto y asesor de la Casa Blanca. Un mes después, lo que subía a esas mismas redes eran las imágenes de su batalla diaria contra el Covid. Al cabo de un mes, murió. “Me culpo todos los días”, le dice Mindy Greene a The New York Times frente a la terapia intensiva del Hospital Utah Valley, mientras espera ver a su marido, entre la vida y la muerte a manos del coronavirus que se contagió de sus hijos. “No nos vacunamos. Leí todo tipo de cosas sobre la vacuna y me asusté…Tuve la sensación de que estaríamos bien”, escribió en Facebook sobre una realidad que probó ser muy diferente.

Historias como estas, basadas sobre los mismos, falaces argumentos, se escuchan a diario. A diario también se escuchan, en público y en privado, voces como las que se alzaron días atrás en Córdoba cuando sesenta empleados judiciales se negaron a vacunarse, hacerse el test de PCR y retomar el trabajo presencial aduciendo que la vacuna es “experimental” y los hisopados, “invasivos” y pueden “dañar la salud”, amenazando con llegar con su reclamo hasta la Corte Suprema. Una de las voces que los representan intentó explicar que ella no era “antivacuna”, ya que se aplica por ejemplo la vacuna contra la gripe. “Lo que pasa es que no sé qué contiene la del Covid”, justificó. Cuesta imaginar a esta persona indagando en la fórmula completa de la antigripal antes de ofrecer graciosamente el brazo para recibir el pinchazo.

“La vacuna no es obligatoria”, es otro de los justificativos con que se atajan los que se niegan a ser inmunizados contra el Covid. Claro que en cuanto se plantea esa posibilidad, el argumento para oponerse es el de la violación a la libertad de decidir: “Mi cuerpo, mi decisión”, es uno de los slogans. Pero la libertad de uno termina donde empieza la de los demás.

Lo puso muy claro el presidente francés Emmanuel Macron: “La libertad en la que yo no debo nada a nadie no existe”, ya que se basa “en el sentido de un deber recíproco. Si mañana contagian a su padre, a su madre o a mí, yo soy víctima de esa libertad de ustedes, mientras existe la posibilidad de algo para protegerlos y protegerme. En el nombre de la libertad van a sufrir quizás una forma grave de Covid y llegarán a este hospital. Está todo este personal que los tendrá que atender y tal vez renunciar a atender a otra persona. Eso no es la libertad. Eso se llama irresponsabilidad”.

Los movimientos antivacunas no son nuevos. Nacieron hace más de 150 años en Inglaterra, cuando miles de personas salieron a la calle en protesta por la obligatoriedad de vacunarse contra la viruela, que se cobraba en Europa 400 mil vidas al año. La cosa empezó cuando Edward Jenner, médico, comprobó científicamente una creencia en circulación: inocular una dosis leve de viruela bovina otorgaba protección contra la viruela. El ataque llegó desde diversos ángulos. Uno de los argumentos era que obtener material de las vacas era insalubre o poco cristiano, ya que se trataba de una criatura inferior.

Otro impulso al movimiento se lo dio en 1998 el médico inglés Andrew Wakefield, a través de un estudio que se demostró trucho. Publicado en la prestigiosa revista científica The Lancet, el trabajo sostenía una vinculación entre la vacuna triple viral (sarampión, paperas y rubéola) y el autismo. Se comprobó después que el caso había sido fraguado y que Wakefield además trabajaba en su propia vacuna contra el sarampión. The Lancet se retractó públicamente y el Consejo Médico General del Reino Unido le quitó la licencia a Wakefield y lo expulsó de sus filas.

Según la OMS, las vacunas salvan entre 2 y 3 millones de vidas cada año. Está demostrado que para frenar la propagación del coronavirus la vacunación masiva y global es imprescindible. A pesar de eso, la prédica antivacuna persevera en su objetivo. Como decía Karl Popper, “la verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de rehusarse a adquirirlos”.

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