El 29 de julio de 2000 el cirujano cardiovascular más popular de la Argentina se mató de un tiro en el pecho y dejó sus razones por escrito en siete cartas. Su infancia. Sus pasiones. Las mujeres que amó. Su lucha por un mejor sistema de salud. Y los detalles del suicidio que dejó en shock al país
El año que viene René Gerónimo Favaloro cumpliría un siglo. Nacido en un humilde barrio de La Plata el 12 de julio de 1923, acababa de festejar 77 años en la austeridad de un monasterio y hacía 33 que se había convertido en uno de los argentinos más célebres al sistematizar la técnica de bypass coronario que salvó millones de vidas en todo el mundo, cuando se mató de un tiro en el corazón.
Ese corazón destrozado era un símbolo. El mensaje póstumo de un hombre que había construido una imagen personal impoluta que era su mayor capital y pensó hasta el final en la trascendencia. Lo atravesaban emociones contrapuestas: por un lado, estaba a punto de casarse con Diana Truden, la mujer de la que estaba perdidamente enamorado y a la que le llevaba 46 años. Tenían fecha en el civil para el mes siguiente, habían blanqueado su noviazgo apenas un mes antes. Por otro, la fundación con su nombre, que era su verdadero orgullo y la pasión de su vida, atravesaba una profunda crisis financiera que amenazaba con correrlo de su rol ejecutivo.
Favaloro fue tan meticuloso como en el quirófano para planear su suicidio. El sábado 29 de julio de 2000 se despertó con su novia en su departamento de la calle Dardo Rocha. Ya había escrito varias de las siete cartas que la policía iba a encontrar después prolijamente ordenadas sobre la mesa del comedor. Había almorzado ahí con Diana a las 13.30 y, después de que ella se fue a su casa a buscar ropa para mudarse con él, cerró la puerta de servicio y dejó la llave puesta. Esa mañana, a las 8, había ido a la Fundación Favaloro para la Docencia e Investigación Médica por última vez. Lo vieron taciturno, pero eso era habitual en él. Después de comer, cuando se despidió de Truden, le dijo que iría a La Plata a visitar a su sobrino Coco.
En vez de eso, se duchó, se afeitó, y volvió a ponerse el pijama. Entonces, escribió una última carta. La de Diana ya estaba en un sobre lacrado, junto a otro en el que se leía: “Cosas de Diana, deben ser devueltas en sobre cerrado a Diana Truden”. En esa nota, que luego quedaría guardada en la caja fuerte del Juzgado de Instrucción 41, secretaría 112, le decía: “Ha llegado el momento de la gran decisión… Tú no eres culpable de nada… Mis proyectos se han hecho pedazos. No puedo cambiar los principios que siempre me acompañaron. Creo que la Fundación se derrumba. No podría aguantar como testigo lo que construí, con tanta fuerza, ahora su destrucción. Estoy cansado de luchar y luchar. Remando contra la corriente en un país que está corrompido hasta el tuétano. Tú eres testigo de mi sufrimiento diario. Te agradezco todo lo que me has brindado. Particularmente en este último año”. Era la sintaxis errática de un espíritu atormentado.
“Nunca podrás imaginar cuánto te he amado –seguía la carta para la mujer de 31 años que era además su secretaria–. Nunca tuve nada igual. No se puede comparar con nada semejante de mi pasado. Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia. Y no te pude brindar hijos. Rezá un poco por mí. Sé que te recuperarás porque eres fuerte. El tiempo lo arregla todo. Sé que sufrirás un poco al principio, pero tú también me amaste… Espero que encuentres el hombre que hagas feliz. Dios así lo querrá. No sufras, por favor, no sufras mucho. Tienes muchos desafíos por delante. El más importante es escribir, escribir y escribir. Tienes grandes condiciones para hacerlo. Te he amado con locura. Estaré pensando en ti, solamente en ti, hasta el último segundo. Un abrazo grande, muchos besos, René”.
Las otras cartas que había dejado sobre la mesa, estaban dirigidas a su empleada doméstica, Ramona Jiménez –para quien agregó en el sobre un fajo de dólares–; a sus sobrinos, “hijos de Juan José”; a Roberto Favaloro –su otro sobrino, casi un hijo, hoy presidente honorario de la Fundación–. La única difundida originalmente al ser liberada por el juez de la causa, decía en el encabezado: “A mis amigos y familiares”. Tenía fecha de ese mismo día a las 14.30.
Ahí escribió en tinta azul, con caligrafía perfecta y el mismo pulso firme que le permitió seguir operando hasta el final: “Me ha derrotado esta sociedad corrupta que todo lo controla. […]] Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento como decía Don Ata. No puedo cambiar. No ha sido una decisión fácil pero sí meditada. No se hable de debilidad o valentía. El cirujano vive con la muerte, es su compañera inseparable, con ella me voy de la mano”. Pedía que lo cremaran de inmediato y tiraran sus cenizas en Jacinto Arauz, el pueblo de La Pampa en donde había comenzado su carrera como médico rural. Quería ser recordado así.
También contaba que la Fundación –el hijo que no había tenido, su legado– había sido intervenida por un comité de crisis con asesoramiento externo. “Ayer empezaron a producirse las primeras cesantías. Algunos, pocos, han sido colaboradores fieles y dedicados. El lunes no podría dar la cara”, explicaba. Dejaba constancia de que en esas últimas semanas había mandado misivas desesperadas a entidades nacionales, provinciales y empresarios, sin recibir respuesta. Como prueba había guardado en su caja fuerte una copia de la enviada al entonces presidente, Fernando de la Rúa. “Estimado Fernando: te escribo estas líneas porque nuestra fundación está al borde de la quiebra. Te imaginarás cómo me siento después de 30 años dedicados a la medicina y a mi país”, decía la carta que De la Rúa leyó sólo cuando supo que el doctor estaba muerto.
Se sumaba a la que había hecho llegar hacía unos días a su amigo José Claudio Escribano, entonces subdirector del diario La Nación. “En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea”, le escribió al periodista.
En el espejo del baño en el que lo encontraron, pegó con cinta scotch otras dos notas que se mancharon de sangre después del disparo. Fueron las primeras en hacerse públicas. En una, dirigida a “las autoridades competentes”, aseguraba haber tomado esa “decisión personal”, después de “haberla meditado largamente”, y dejaba indicaciones precisas para seguir después del hallazgo de su cuerpo. En la otra se alcanzaba a leer: “Avisar a Roberto y a Liliana –su otra sobrina cardióloga, a la que también quería como a una hija, y hoy es presidenta de la Fundación–”, junto a los números de teléfono de los dos; del texto, que se volvió borroso, sólo se veía claro el “Hasta siempre” escrito en cursiva con el que se despedía.
Fiel a sus palabras y su oficio, quiso mirar a la muerte cara a cara. Había cerrado la puerta del baño antes de gatillar frente al espejo. El informe de los peritos forenses diría que el impacto le fracturó la cuarta costilla y le desgarró el corazón; ese efecto sólo podía lograrlo “un facultativo especialista en cardiología, alguien que a todas luces sabía que la lesión que iba a causar la bala en el lugar donde se la colocó, sería el estallido de su corazón”.
El cirujano cardiovascular más popular de la Argentina se había hecho estallar el corazón de un tiro y, a pesar de su empeño en explicar las razones de su determinación por escrito, la sociedad estaba en shock. ¿Qué había realmente en el corazón del hombre que había renunciado a la comodidad de un puesto en el Policlínico de La Plata para afincarse por doce años en un pueblo de 3500 habitantes y convertirse en médico rural; del que rechazó la gloria de su nombre en un hospital extranjero para abrir una fundación en su patria; del que antes que vivir para dejar de atender gratis a los enfermos, prefirió el suicidio? ¿A quién amaba? ¿Quiénes eran sus apoyos? ¿Lo dejaron solo, como él mismo confesaba que se sentía “la mayoría del tiempo”?
Platense como Favaloro, Pablo Morosi es autor de la biografía El gran operador (Marea Editorial, 2020) y tal vez el periodista que más ahondó en la epopeya de su vida y la tragedia de su muerte. Le dice a Infobae que, en el fondo, el gran cardiólogo argentino siempre estuvo solo: “Sobre todo por los cambios geográficos en su carrera, él rompe el círculo de sus amistades y conocidos de La Plata a los 26 años, cuando se instala en La Pampa, arma uno nuevo por doce años, vuelve a romperlo cuando se va a Estados Unidos, y de nuevo cuando regresa a Buenos Aires una década después, en el 71. La única persona que atravesó ese círculo –y a quien él va a buscar para que lo acompañe– es la que fue su mujer por casi cinco décadas, María Antonia Delgado”.
Antonia, o Tony, como la llamaban todos, había sido su compañera de la secundaria y se casaron en 1951. Dos años antes, el entonces joven clínico había rechazado por principios un trabajo en el hospital en el que había hecho su residencia. Se había preparado para eso desde que entró a la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de La Plata, o quizá desde mucho antes, cuando a los cuatro años un hermano de su padre, que era médico, comenzó a llevarlo con él en sus recorridas de visita a los pacientes. Ya entonces, maletín en mano, el pequeño René declaraba con convicción que, cuando fuera grande quería “ser doctor”.
Sin embargo, ante la obligación sindical de adherir al peronismo para obtener la vacante de médico auxiliar, el recién graduado declinó la oferta. La suerte –esa marca definitiva en todas las carreras– quiso que otro tío le avisara que el único médico de Jacinto Araúz, un pueblito en medio del desierto pampeano, estaba enfermo y debía tratarse en Buenos Aires. Necesitaban un reemplazo.
Favaloro iba por unos meses, pero se quedó doce años. El viejo médico que había ido a reemplazar nunca se recuperó, y él sólo volvió a La Plata para proponerle casamiento a su novia de la secundaria. “Tenía el proyecto sencillo de vivir ahí con Antonia y construir su familia. Y a la vez, siempre vio más allá: se dio cuenta enseguida de que la dinámica de funcionamiento de los médicos rurales que visitaban a los pacientes casa por casa era equivocada, y rápidamente empieza a pensar en armar una clínica –cuenta Morosi–. Pero nadie daba dos mangos por una clínica en ese pueblito, entonces lo que hace es convencer a los evangelistas, la Iglesia, las comadronas y los chacareros de la zona de que iban a ser mejor tratados en un solo lugar bien equipado”.
Según pudo reconstruir Morosi, aunque Antonia fue quien más lo acompañó en toda su vida, en esos años en La Pampa, su pareja se resquebrajó. “Ella no hizo amigos, casi no iba a las reuniones del club del pueblo y, cuando lo hacía, era a regañadientes. Se aburría, no la pasaba bien, y entró en una depresión. Porque a todo eso se sumaba que no podían tener hijos, algo que Favaloro siempre lamentó”, dice el periodista.
Mientras el sueño de la gran familia se deshacía, ese hombre que nació y vivió hasta el último minuto pensando en su trascendencia, se empeñó mucho más en la construcción de la clínica. Creó un esquema que alcanzaba hasta 40.000 personas de todos los pueblos cercanos, donde la gente tenía que ir a Santa Rosa cuando necesitaba hacerse estudios más complejos.
Morosi cuenta una anécdota de esa época que lo pinta como esa mezcla de campechano y visionario que era: “Favaloro había mandado a traer a la clínica un aparato de Rayos X que en ese momento era de última generación y, cuando lo bajan del camión y le preguntan dónde ponerlo, él dice que lo dejen en la vereda. Durante una semana, la gente que pasaba veía ese armatoste embalado en madera y con inscripciones en inglés, y él les explicaba que servía para mirarles el interior del cuerpo y diagnosticar con más certeza la enfermedad que tuvieran. ¡Era como magia! Así los convenció de hacerse estudios: la gente iba para probar el nuevo aparato y terminaban colgando las radiografías en las casas”.
Pero su vida matrimonial era cada vez más tensa. Antonia lo celaba porque estaba más horas en el consultorio –y con las enfermeras a las que formaba con dedicación y se tornaron sus personas de mayor confianza– que con ella, se sentaba frente a la clínica durante horas a ver quién entraba y quién salía, y colgó un cartel en la puerta de la casa que decía que fueran a buscar al doctor a otro lado, porque todos en el pueblo tenían por costumbre tocarle el timbre cada vez que se enfermaban. Las versiones dicen que se peleaban mucho y también que ella se refugió en el alcohol. Él la culpaba por no darle hijos; aún no había estudios de fertilidad, pero Favaloro insistía en que su hermano –que se había mudado a Jacinto Arauz para ayudarlo y había hecho ahí su familia– tenía cuatro hijos, así que él no podía ser el problema.
Ese hermano, Juan José, fue su gran debilidad. Como había perdido una pierna en un accidente, siempre sintió que tenía que protegerlo. Cuando en 1976 Juan José murió en un confuso accidente, eso y su sed de paternidad lo hicieron transferir todo ese amor a sus sobrinos, a los que quiso como hijos e impulsó a seguir sus pasos.
Un poco para cambiar de aire, en 1962 se mudó con Antonia a los Estados Unidos. Favaloro siempre estaba actualizado y viajaba cada vez que podía a La Plata para presenciar las intervenciones de su viejo mentor en la Universidad, el profesor José María Mainetti. Ya estaba interesado en especializarse en cirugía cardiovascular, y fue él quien le recomendó que fuera a estudiar a Cleveland. Los Favaloro se fueron del pueblo de un día para el otro, casi sin despedirse de nadie.
Igual que cuando se instaló en La Pampa, Favaloro pensaba quedarse en Cleveland sólo unos meses y terminó estableciéndose ahí con Antonia por una década. Su inglés era rudimentario, pero el de ella era perfecto. Habían tomado clases en La Pampa, pero ella tenía más facilidad y más tiempo. Vivían en un barrio acomodado y, al revés que en Jacinto Aráuz, Antonia se adaptó rápidamente y su salud repuntó. Le gustaba cocinar para sus amigos y tenía una huerta con tomates. Eran tiempos felices, aunque a él le costó al principio encontrar su lugar en la Cleveland Clinic. Por entonces solía decirle a su mujer: “Negra, si nos va mal, nos ponemos una fábrica de pastas”. Otra vez tenía un objetivo claro, dice Morosi, “no quería volverse con la cola entre las patas”.
Así conoció a una figura clave, Mason Sones, padre de la arteriografía coronaria. En su laboratorio tenía la mayor colección de cineangiografías de América, y Favaloro pasaba horas estudiando la anatomía de las arterias coronarias y su relación con el músculo cardíaco. Apadrinado por Sones, comienza a pensar en usar la vena safena en la cirugía coronaria. En mayo de 1967, probó por primera vez lo que sería el bypass. La estandarización de esta técnica, también llamada revascularización miocárdica, fue el trabajo fundamental de su carrera.
Era muy querido entre sus pares, pese a su fama de hosco y autoritario –al punto en que, como narra en El corazón en las manos su discípulo Fernando Boullon, muchos becarios le tenían miedo, porque no toleraba ni el más mínimo error en la mesa de cirugía–. Morosi cuenta otra anécdota: en una oportunidad hizo un asado argentino para todo el personal con dos elásticos de cama. Algo por lo que fue recordado durante años casi tanto como por el talento que llegó a ponerlo entre los candidatos al Premio Nobel.
Una versión ya imposible de chequear, porque aquellos amigos y colegas están muertos, dice que en su paso por los Estados Unidos, los Favaloro se sometieron a estudios de fertilidad. El supuesto resultado podría dar una pista sobre las razones que tres décadas más tarde lo llevaron a tomar la determinación más drástica: René era estéril. También habría dado por tierra con las querellas maritales: estaba claro que Tony no tenía ninguna culpa.
Vivió el regreso a la Argentina como una patriada. Ya era conocido en el mundo y desde el 68 volvía para operar en el país dos o tres veces al año. La idea de crear una fundación iba tomando forma. Si las estadísticas decían que las enfermedades coronarias eran la primera causa de muerte no accidental, todos debían ser atendidos antes para prevenirlo, sin distinción de clases. Quería replicar el esquema de las fundaciones norteamericanas que recibían grandes donaciones de empresarios porque desgravaban impuestos, para que también los más pobres pudieran acceder a tratamientos de alta calidad. “No vino a poner una clínica, sino a transformar el sistema de salud”, dice Morosi.
Murió peleando contra ese sistema que nunca pudo cambiar realmente, por los motivos que enumeraría en sus últimas cartas: “Debimos luchar continuamente con la corrupción imperante en la medicina (parte de la tremenda corrupción que ha contaminado a nuestro país en todos los niveles sin límites de ninguna naturaleza). Nos hemos negado sistemáticamente a quebrar los lineamientos éticos, jamás dimos un solo peso de retorno. Así, obras sociales de envergadura no mandaron sus pacientes al Instituto. ¡Lo que tendría que narrar de las innumerables entrevistas con los sindicalistas de turno! Manga de corruptos que viven a costa de los obreros y coimean fundamentalmente con el dinero de las obras sociales que corresponde a la atención médica. Lo mismo ocurre con el PAMI. Esto lo pueden certificar los médicos que para sobrevivir deben aceptar participar del sistema implementado a lo largo y ancho de todo el país”.
Impulsó y sostuvo su sueño gracias a su perfil cada vez más alto: era un asiduo invitado del programa de Mirtha Legrand y otros ciclos televisivos, y se codeaba con pacientes de la élite sociocultural, como Amalita Fortabat y Juan Manuel Fangio –a quien le hizo cinco bypass–. “Aunque lo disimulara con su extraordinaria inteligencia, su ego se había disparado, y con razón: en Estados Unidos lo querían tanto que llegaron a ofrecerle cambiar el nombre de la Cleveland Clinic por el suyo, además de una fortuna”, dice Morosi. Eso explica en parte por qué pensó que iba a poder contra la corrupción de las obras sociales.
En Buenos Aires hizo equipo con Luis de la Fuente –otra eminencia en cardiología clínica e intervencionista– en el Sanatorio Güemes. Con él tomó el envión final para armar la fundación. Fue una madrugada, en una comida con un paciente poderoso, de esas que se volverían esenciales en la búsqueda de financiación. “Habremos tomado mucho vino, qué sé yo. A René lo han criticado mucho, porque dicen que se puso el nombre. No es cierto, yo fui el responsable: en ese momento él brillaba en todo el mundo, y si queríamos conseguir fondos para hacer la fundación, era una forma de atraer. Él no quería. Pero esa noche, con cuatro o cinco vinos aceptó”, le dijo De la Fuente hace unos años a Emilse Pizarro en una entrevista para Infobae.
Antonia, mientras tanto, había vuelto a deprimirse. Murió de cáncer de páncreas en 1998, pero hacía años que estaba postrada. Favaloro jamás iba con ella a las reuniones sociales, cada vez más frecuentes. Había reunido un pequeño grupo de confianza con algunos de sus antiguos compañeros de La Plata, entre los que estaba el doctor Guillermo Masnata. También se había acercado a quien sería su primer mecenas, Ángel Peco, que estaba al frente de la asociación que nucleaba a los dueños de kioscos de diarios, y era un hombre muy vinculado al peronismo y al establishment. “Ese tipo le dijo: ‘Doctor, usted si quiere va a ser presidente de la República’. Por medio de él consiguió los fondos, estatales, para construir el Instituto, en un terreno que le cedió el entonces intendente (Osvaldo) Cacciattore”, dice Morosi.
Uno de sus pocos amigos, el poeta Carlos Penelas, autor de Diario interior de René Favaloro (Sudamericana, 2003), dijo hace una década en un reportaje de Gatopardo que su única ambición era la medicina: “Cuando lo veías en un momento tranquilo, era otra persona. Un hombre formidable. Lo que pasaba era que siempre estaba con los dedos en el enchufe. Tenía una preocupación permanente por el país y una idea de Patria”. Con Luis Landriscina, con quien sentían mutua admiración, lo unía esa misma obsesión: “Estaba enamorado de la Patria como yo, y le dolía igual que a mí”, le dijo hace poco el humorista a Diego Sehinkman en el ciclo Una vuelta más.
Favaloro necesitaba el apoyo económico de los gobiernos para concretar su proyecto de medicina comunitaria, y por eso, aunque se opuso al golpe militar del 76, fue una de las primeras personalidades de la ciencia y la cultura en visitar al dictador Jorge Rafael Videla. Por lo mismo, según Penelas, fue que viajó a Malvinas para la asunción de Mario Benjamín Menéndez en 1982. “¿Pero cómo hacía para no ir? Si necesitaba préstamos del gobierno o el aval financiero. Favaloro me decía: ‘Me tienen agarrado de los huevos’”, dijo en esa nota de 2013 con Gatopardo. Se dice también que intercedió para que muchos perseguidos por la dictadura pudieran salir del país, incluido su querido sobrino Roberto, a quien envió a estudiar a los Estados Unidos.
Hay fotos de esos tiempos oscuros; mucho más difícil es encontrarlo en alguna junto a Antonia. Hacía, sin embargo, una vida monacal. Cumplía con sus compromisos sociales, pero nunca volvía a su casa más allá de las once de la noche. Su única pasión irracional era el fanatismo por el club Gimnasia y Esgrima de La Plata. Hasta Iba a los entrenamientos del equipo y tenía cábalas, como estacionar el auto en el mismo lugar o volver a la hora exacta el domingo siguiente si Gimnasia ganaba un partido.
Cuando Antonia empeoró, la internó en el Instituto, pero rápidamente resolvió que volviera a su casa de Palermo Chico. Ramona, su empleada doméstica, fue una incondicional para todos los cuidados que requería, por eso Favaloro le guardó gratitud hasta el último día de su vida. El último verano, la llevó en silla de ruedas a la playa, en Mar del Plata. Es una de las contadas imágenes en la que se los ve juntos.
Truden diría después –ante el juez de la causa, Daniel Turano, que indagó en su relación tras el suicidio– que Favaloro se sumió en una profunda tristeza luego de la muerte de la que había sido su compañera de toda la vida. Ella había entrado a trabajar en la Fundación en 1994, y pronto pasó a ser su asistente y la encargada de traducir sus papers. “En enero del 98, cuando murió su esposa, estuvo muy deprimido. Como yo cursaba Traductorado de Inglés en el Lenguas Vivas, me quedaba estudiando en la oficina hasta las nueve de la noche, y charlaba con él. En una de esas charlas, me dijo: ‘Me siento atraído por vos…’”.
Un mediodía de marzo de 1999, Favaloro le declaró su amor y comenzaron una relación secreta. A él le pesaba la diferencia de edad, le angustiaba pensar en el “qué dirán” y temía que eso dañara su imagen. Solían escaparse juntos al campo que el cirujano tenía cerca de Magdalena. Ahí eran libres.
Recién un mes antes de morir, Favaloro se animó a blanquear su noviazgo ante su familia y su entorno más íntimo. En plena crisis de la Fundación, algunos lo vieron como una señal de senilidad temprana y sumaron ese argumento a la intención de apartarlo de la presidencia del directorio. “Fueron muy crueles con él. Llegaron a mandarle a un sobrino nieto que le dijo que era un viejo verde. Que apareciera una mujer con la que además tenía intenciones de casarse, cambiaba todo el escenario. Favaloro era viudo, no tenía hijos, y estaba en riesgo la herencia”, cuenta una fuente que pidió reserva.
Un fuerte rumor de la época del que sólo se hizo eco Página/12 y que nunca fue confirmado, decía que Diana Truden estaba embarazada. Si era así, ese hijo no podía ser de Favaloro, que era estéril. Truden había estado de novia con otro empleado de la clínica con el que se casó años después de la muerte de Favaloro. Hasta el día de hoy sigue trabajando en la Fundación. Jamás dio notas. Todo lo que se sabe de la relación se escribió en los legajos judiciales de la causa por el suicidio.
El 12 de julio de 2000, para el cumpleaños 77 de Favaloro, los novios viajaron juntos al monasterio benedictino Santa María de Los Toldos, para hacer un retiro junto a fray Mamerto Menapace, uno de los hombres que, junto a Landriscina, fueron más cercanos al médico en los últimos años de su vida. Allí, Diana se alojó en un convento sólo para mujeres. Favaloro les contó a los religiosos que era feliz con su relación y que se iba a casar “por Civil y por Iglesia”.
En el expediente, Truden relata que unos meses antes, en enero, Favaloro le anticipó que iba a suicidarse: “No puedo vivir sin esta relación, pero tampoco te puedo sacrificar”, le dijo. “Se refería a la diferencia de edad: un tema que siempre mencionaba. Hablamos y decidimos seguir, pero le pedí que no volviera a hablar de suicidio, y me prometió que no volvería a hablar ni a pensar en eso. Estaba muy deprimido por la situación de la Fundación, que, según él, no tenía arreglo. Los dos últimos balances habían sido negativos, y el 28 de julio se le murió un paciente que operó ese mismo día… Íbamos a escribir nuestras participaciones de casamiento en la computadora”, dijo Diana ante el juez Turano. No pudo ser.
En la tarde del 29 de julio, Diana volvió con esa computadora y sus valijas al departamento de Dardo Rocha. La acompañaba su hermano. La sorprendió ver el auto de Favaloro estacionado en la puerta. Cuando vieron que las llaves impedían el ingreso, lo llamó desde su celular, pero respondió el contestador automático. Finalmente, el hermano pudo empujar la llave.
Truden entró llamándolo a los gritos. Al ver la luz que asomaba debajo de la puerta de uno de los baños, intentó abrirla. No pudo: el cuerpo del cirujano la trababa. Tampoco lograron moverla con su hermano, así que Diana salió al palier a rogar que la ayudaran. Todavía tenía esperanzas. Fue un vecino el que desarmó las bisagras para sacar la puerta. Pero ya no había nada que hacer.
René Favaloro estaba muerto, pero su legado –y su leyenda– estaban a salvo. El cirujano cardiovascular más popular de la Argentina, el hombre bueno que seguía siendo médico rural, el que se codeaba con los ricos para atender gratis a los pobres, el genio solitario enamorado por primera vez, se había hecho estallar el corazón de un tiro y dejaba un último y profundo mensaje: con él moría también la idea de un país menos injusto.