La diva del cine argentino comparte con Viva experiencias y figuras que marcaron su vida.
Ni mamá, ni papá. La primera palabra que pronunció Graciela Borges fue luz. Era poco más que una beba y en la noche porteña señalaba con su dedo índice la histórica Confitería del Molino, en la esquina de Callao y Rivadavia. Quedaba a unos metros de un departamento donde vivía cuando sus padres aún no se habían divorciado. Efectivamente, la “gran dama del cine nacional”, como la llama la prensa, cursó su niñez justo al lado del icónico cine Gaumont. Estaba predestinada.
Una buena oportunidad para detenerse a mirar el camino recorrido, trayendo recuerdos hasta el presente, es este año y medio de pandemia. Graciela Borges atraviesa estos meses de confinamiento en su casa de campo en Pilar, rodeada de sus perros y de sus amores más cercanos. Mientras tanto, sigue adelante con su programa en radio Nacional (Una mujer, martes y miércoles a las 23) y acaba de estrenar un podcast en Film & Arts, Mi vida en el cine.
Desde estos espacios difunde literatura, recuerda su historia en la pantalla grande, recupera la memoria de sus artistas más queridos. También son tardes de mate y redes sociales que la mantienen en contacto con sus amistades y con las nuevas generaciones, conocedoras de su trayectoria, pero también de su vigencia.
VGraciela Borges en su campo de Pilar. Foto: Soledad Lareo.
Comienzos
La conversación obedece a los tiempos de la pandemia. Del otro lado del Zoom, recuerda los orígenes. Completa el contexto de su primera niñez. Su padre era aviador. Su madre, una mujer muy culta y refinada con la que viajó por los lugares más insólitos del país y del mundo.
Durante su infancia, Graciela era una niña delgadita, pálida y tímida, cuyo único sueño era tener secretos. Asistía a un colegio de monjas y el tono grave de su voz la sometía a burlas y comentarios. Pero estudió declamación, empezó el conservatorio y poco a poco fue erigiendo los cimientos de la figura que llegó a ser. Todo en su carrera se dio con la naturalidad de los predestinados.
Haciendo teatro infantil conoció a Marilina Ross, con quien debutó en una obra en el teatro Colón, colgada del techo del escenario durante casi una hora –donde temió que la olvidaran– porque hacía el papel de ángel.
En la pantalla grande debutó a los catorce años bajo la dirección de Hugo del Carril y, desde entonces, forjó una carrera descomunal que atravesó con éxito los cambios y los vaivenes de más de seis décadas de historia.
Jet set: Graciela Borges con Carlos Monzón y Ursula Andress en los ’70.
El apellido de Graciela no era el mismo que la hizo famosa (se llama Zabala). A sus catorce años, ser actriz era un oficio mal visto por la sociedad conservadora de entonces. Lloró en la casa de unos amigos porque su padre no le dejaba usar su apellido para una película.
Del llanto fue testigo Jorge Luis Borges, que estaba de visita en esa casa, se conmovió por las lágrimas y le ofreció que usara el suyo. Con los años se volverían a encontrar varias veces, una de las últimas en un restaurante de la calle Marcelo T. de Alvear, cuando el escritor, después de saludarla, le preguntó: “¿Seguís honrando mi nombre?”.
-¿Cómo nace tu amor por el cine?
-La primera vez que fui al cine no lo podía creer. Una de las primeras películas que vi fue Canción del sur, sobre un chico que tenía sus padres separados, intercalado con historias de animales dibujados por Disney. La vi miles de veces. De chica iba al cine Real, donde hoy está el teatro Maipo. Era continuado, así que terminaba una película, salía y volvía a entrar. Siempre le decía a la amiga que me acompañaba: “¿No te parece que fue medio tonto lo que contestó ese personaje?, ¿te parece que estuvo bien?” Ella se enojaba: “¡No sé para qué venís al cine si te la pasás criticando todo!” Pero yo estaba muy segura de que alguna vez iba a hacer dibujos animados y que lo iba a hacer mejor. Igual, antes de mi amor por el cine estuvo el deslumbramiento por la literatura.
Me enamoré de Pasolini, ese hombre tan buen mozo, tan atípico y genial, pero también de María Callas. Me pareció la mujer más triste que había conocido en mi vida.
Graciela Borges
Conexión Hollywood: Graciela Borges con Paul Newman.
-¿Leías mucho?
-Aprendí a leer de muy chiquita, gracias a una amiga de papá que me enseñó. Mirábamos un cuaderno y ella me iba diciendo las letras y cómo se combinaban: “esta es la n”, “esta es la e”, forman “ne”… Muchas veces estaba horas para entender una palabra, pero como era cabeza dura no abandonaba. En algún momento supe que podía mirar un libro de la biblioteca de mi padre, que era muy grande, y leer. Tenía teatro francés, Jean Cocteau, libros de poesía…
-¿Recordás algún título en especial?
-El primer libro que leí y entendí completo fue David Copperfield, de Charles Dickens. Después me enamoré de Mark Twain: Huckleberry Finn y Tom Sawyer. ¡Era una cosa tan extraordinaria! Era mi mundo pequeñito, un poco oscuro y un poco solo, y el deslumbramiento de conocer otra gente. El mundo que vivimos es un mundo cortado, lleno de paredes que limitan; en cambio leer es abrir una parte del corazón y de la cabeza tan profundamente que no hay cómo describirlo. Podemos perder cualquier cosa en el mundo, pero no podemos perder los libros.
Festival de San Sebastián 1968: con Leonardo Favio y Charles Aznavour.
La dama del cine
¿Qué generación argentina no retiene en su memoria una escena, una imagen, un esbozo de Graciela Borges? ¿Quién no se rinde ante la cadencia, el color y el tono de su voz? Trabajó bajo la dirección de Leonardo Favio, Leopoldo Torre Nilsson, Lucas Demare, Raúl de la Torre, Alejandro Doria, Lucrecia Martel, Pablo Trapero y Juan José Campanella, entre otros.
Fue amiga de Paul Newman, Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Silvina Ocampo, Catherine Deneuve, Jean Moreau, Juan Manuel Fangio, Niní Marshall y China Zorrilla.
Tuvo encuentros, también, con Paul McCartney en la Swinging London de los años sesenta y Juan Domingo Perón la felicitó cuando fue premiada como mejor actriz en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, en 1971, por su papel en Crónica de una señora, de Raúl de la Torre.
-¿Qué recordás de esos amigos?
-¡Tantas cosas! Muchas me las guardo para mí. De las que puedo contar, recuerdo lo extraordinaria que era Silvina Ocampo, lo mucho que la admiraba Adolfito (N. del R: Adolfo Bioy Casares). También cómo hablaba García Márquez de los argentinos: decía que si uno tenía un equipo de trabajo, siempre había que tener un argentino cerca, aunque fuera para hacer lío; admiraba mucho nuestra creatividad. ¡Y Mario Benedetti amaba mi sopa de verduras!
Con el piloto Juan Manuel Bordeu, padre de su hijo Juan Cruz.
-¿Alguna figura del cine que te haya deslumbrado al conocerla?
-Una visita que me dejó muy conmovida fue cuando vinieron María Callas y Pier Paolo Passolini. Querían conocer un campo y me preguntaron si podían venir al mío. Me enamoré de ese hombre tan buen mozo, tan atípico y genial, pero también de María. Me pareció la mujer más triste que había conocido en mi vida. Nunca pensé que una persona podía tener tanta melancolía en la cara como tenía ella.
-¿Qué significaría ser artista?
-Uno no es un ser humano en espiritualidad, sino un ser espiritual en forma humana. Algunos lo descubren más rápido, más sanamente, y otros más tarde y están más escondidos porque tuvieron dolores y se resintieron. Un artista nunca está solo, un artista siempre es rico. Los verdaderos, los ciertos, los que merecen llamarse artistas, siempre te remueven una fibra distinta, te hacen sonreír y pensar cosas extraordinarias.
-¿Te marcó algún encuentro con un artista?
-Recuerdo una noche que estábamos en la casa de un pintor con Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui, entre otros, y yo. Volví a mi casa y sentí que se me habían renovado la sangre y las ideas, que me habían hecho vibrar de otra manera. El arte puede cambiar en su forma, el cine puede ser distinto al que se hacía, pero los artistas siempre sobrevivirán en su naturaleza. Estar con un artista te aleja de la chatura y del resentimiento.
¡Qué dupla! Graciela Borges con Diego Armando Maradona.
-También hay que saber lidiar con los egos de los artistas.
-Hay que cuidarse mucho del ego. El artista a veces se vuelve vulnerable y resentido, en el sentido de re-sentir, volver a sentir. El ego hace que la gente proyecte sobre sí misma algo que no es. Que te creas que sos la mejor actriz, la más linda, la más inteligente. Hay que mantener el equilibrio y saber que hay y va a haber alguien mejor que uno, porque somos una sucesión continua. Por eso lo mejor es caminar sin esperar el resultado. Si uno hace sin esperar resultado, no le va a errar nunca.
A cierta altura una sabe que entender cuándo detenerse, también es avanzar. Eso no significa que me retire. Quien se detiene, camina.
Graciela Borges
Asombro de niña
Graciela reniega del rol de diva. Su modestia la lleva a decir que no se propuso ser actriz sino que aceptó con fluidez ese destino, aunque con una autoexigencia que es marca de su profesionalismo. Quizá por eso se la puede ubicar entre los artistas que alcanzan unanimidad cada vez que se los menciona, que logran atravesar a todas las capas sociales, los públicos y las edades. Es que, según sus propias palabras, nunca perdió la capacidad de asombro ni dejó de ser más que una niña permeable y sensible.
La belleza de Graciela en los dorados ’60.
-Muchas veces hacés referencia a tu “niña interior”, ¿de qué se trata?
-Todos tenemos una. La mía tiene seis o siete años. A veces la veo y por momentos está tirada en un sillón, triste, y pienso que la tengo que alzar y animar, mimarla un poco, alentarla a seguir. Alicia Bruzzo, para mí la mejor actriz argentina, era una persona muy especial; un día me llamó para preguntarme cómo estaba y le dije que más o menos, que estaba cansada, que tenía mucha presión. Entonces ella me dijo: “Explicale a tu ser básico que todo esto es apenas un juego”. Se trata de eso: darse cuenta de que es un juego, reconfortar a nuestra niña interior.
-¿Una carrera termina cuando uno pierde la capacidad de asombro?
-A cierta altura una sabe que entender cuándo detenerse, también es avanzar. Eso no significa que me retire. Quien se detiene, camina. Detenerse es mirar un poco, observar, qué es lo que ya no te deslumbra. Yo no quiero hacer más nada que conozca. Lo fantástico es hacer lo que no se conoce. Una vez llegó a mis manos la posibilidad de hacer de una mujer trans. Me pareció deslumbrante. Después no se hizo, pero me hubiera encantado.
-El cariño de la gente hace que incluso seas una figura pública capaz de permanecer por fuera de la llamada “grieta”.
-Tengo amigos que piensan de distinta manera. A veces me desconcierto, pero trato siempre de escuchar, de unir, de atender. En algún momento la gente se siente tan lastimada, como un animal herido, que responde atacando al otro. Y el otro responde igual. “Somos todos lo mismo en otro cuero”, como decía Atahualpa. Tenemos que mirar al otro con piedad. Siempre existirán discusiones, pero eso no nos tiene que convertir en enemigos. Uno puede tener pasión y desbordarse, pero agredir, no. Yo detesto a los violadores, a la gente que le hace daño a otro, a los militares de los ‘70, a los asesinos… Puedo detestar mucho a muchos, pero por sus hechos, no por pensar distinto que yo.
No le tengo miedo a la muerte ni al paso del tiempo. Sí me daría miedo no ser autosuficiente y que alguien tuviera que ocuparse de mí.
Graciela Borges
Graciela Borges tiene su propio programa de Radio Nacional y un podcast en Film & Arts. Foto: Soledad Lareo.
El feminismo estilo Borges
Graciela tuvo que abrirse paso en un mundo de hombres. No debió haber sido fácil. El término feminismo aparece sin que lo convoquemos. “Ser feminista es trabajar igual que un hombre”, define.
“Es que te paguen igual que un hombre y, sobre todo, que te respeten igual que a un hombre –agrega–. Nunca tuve dificultades para eso. Trabajé duramente desde los catorce años y siento que mi feminismo se impuso. Sé que no todas las mujeres tuvieron la oportunidad que yo tuve de hacer ese camino. Soy muy consciente de eso y por eso estoy con ellas en la lucha. Me parece importante que entendamos que no nos enfrentamos a los hombres, sino al patriarcado. Que hay compañeros maravillosos que luchan con nosotras, codo a codo.”
-¿Cómo viviste estos tiempos de confinamiento?
-La pandemia me llegó en un momento en que tenía que parar. Estaba muy cansada, venía de dos películas muy difíciles y había viajado mucho. Estaba en Pilar cuando se decretó la cuarentena, con dos amigas y sus perros, que se fueron quedando. Aproveché para ver muchas películas que no había visto, fui jurado de festivales de cine, leí mucho y me reconfortó. A pesar de todo el tiempo que pasó, lo tomé como tomo siempre las cosas: con aceptación, el primer precepto espiritual. Tuve el privilegio de pasarlo en un lugar con sol y naturaleza, pero soy muy consciente del dolor que provocó la pandemia en mucha gente y sobre todo en compañeros que no pudieron trabajar durante tanto tiempo y tuvieron dificultades económicas muy grandes.
-Cuando viste la dimensión de la pandemia, ¿tuviste miedo?
-¡Soy muy corajuda! No tengo muchos miedos. No le tengo miedo a la muerte ni al paso del tiempo. Sí me daría miedo no ser autosuficiente y que alguien tuviera que ocuparse de mí. Eso sí me da mucho miedo.
-¿Qué pensás que hay después de la muerte?
-Desde luego no lo sé, pero tengo curiosidad y mucha esperanza. Tengo la sensación de que hay tanta injusticia en esta vida, tanta gente que la pasa mal y sufre, que quiero creer que lo que sigue debe ser una etapa genial. Yo espero ver a mi mamá, a mis amigos que se fueron, a mi amiga con la que vivía en París, a mi abuelo Tomás… No quiero que nadie me saque esa ilusión.