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Inflación en las nubes o la prueba de que no hay plan

Los índices dicen que el costo de los alimentos subió menos del 5% anual en Chile y Uruguay, contra el 50% de la Argentina. Obvio: o no tenemos plan o si había uno, fue un desastre.

Siempre resulta útil encontrarle una explicación a los problemas serios y en ese tren existe una variante que, con mucha buena voluntad y poco testeo, está arriesgándose a propósito del 49,9% promedio que, según el índice nacional del INDEC, escaló el costo de los alimentos durante los últimos doce meses. O sobre el 47,2% del Gran Buenos Aires y, en el extremo, hasta para el récord nacional del impresionante 55,9% anotado en el Noreste que integran Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Chaco y Formosa.

Enfrentada a semejante cuadro, la directora de la AFIP, hizo algo que, entre otros, hacen sus colegas del Gobierno: sacar la pelota del campo propio y ponerla afuera, suponiendo que de verdad es posible sacarse una pelota así de encima. “Sabemos que hay una inflación mundial que repercute en todos los países de la región”, sentenció Mercedes Marcó del Pont trasladando hacia acá la presunta conexión directa entre la cotización internacional de los alimentos y los precios internos.

Pero ese juego que tiene mucho de real en un punto, flaquea definitivamente justo en aquel que le da soporte al argumento oficial.

A partir de 1990, la FAO elabora un índice mensual que mide el valor internacional de una muy variada canasta de productos representativos, digamos básicos, que incluye desde carnes y lácteos, hasta aceites vegetales, granos y azúcar. El último relevamiento plantó una suba del 17% en los primeros cinco meses y otra del 39,7% desde mayo de 2020.

Se trata de incrementos ciertamente fuertes, aunque no tan fuertes como el 22,4% y el 49,9% que el INDEC registró para los mismos períodos en el mismo rubro.

El problema es que la relación entre los valores internacionales y los internos no es lineal y a veces ni siquiera parecida a lineal, como lo sería que a un 17 le correspondiera otro 17, sino bastante más compleja. Pasa que el precio internacional es una referencia y a la vez un factor que pesa en países dependientes de alimentos que no producen, mientras acá el precio interno va atado sobre todo a una cadena de costos cruzados que puede terminar en un número muy diferente a 17.

Evolución del dólar y la inflación

En esa cadena de variables y en el impacto de cada una de ellas tenemos, entre otras piezas, la presión impositiva, los salarios, la energía, los costos de distribución y de comercialización y los coletazos del propio proceso inflacionario. Todo junto gravita en la formación del precio final de los alimentos y, en cualquier análisis, gravita más que el valor internacional.

Con iguales cotizaciones externas como telón de fondo, pero con ese encadenamiento operando en un contexto económico y político a varias puntas desarticulado, es posible entender por qué donde el INDEC dice 22,4 y 49,9%, el Instituto Brasileiro de Estadística pone 2,28 y 12,54%. Brechas visiblemente enormes en un menú similar, tanto para los primeros cinco meses de 2021 como para los últimos doce contados desde mayo 2020.

Levemente distintas, aunque bien moderadas son las marcas sobre el costo de la alimentación que aparecen en los índices anuales de Uruguay y de Chile: 4,37% en un caso y 4,8% en el siguiente. Vale repetir: el INDEC dice ahí 49,9%.

Y si el interés pasa por saber qué ocurre con las carnes y sus variedades, muy agitadas acá, en el termómetro anual brasileño veremos 38% y 72,9% en el argentino, o sea, casi el doble y un todavía más desproporcionado 107% si decimos asado. Clarísimo, sólo en el nombre hablamos de lo mismo cuando hablamos de la carne.

Aún en esta maraña de números luce evidente que si “la inflación internacional repercute en todos los países de la región”, tal cual sostienen desde el Gobierno, en la Argentina otros son los motivos que repercuten y explican por qué, hace tiempo, los precios andan volando por las nubes sin nada que los sujete.

El panorama digamos alimentario toca bienes tan esenciales e imprescindibles como que representan el 34,5% del gasto total en los hogares que ocupan el último escalón de la pirámide de ingresos, y llega al 62% si el metro se extiende al escalón siguiente. Esto es: un 40% de la población concentra la mitad larga de un gasto poco menos que inevitable y encima desproporcionado. En el 20% que ocupa el piso superior de la pirámide, la porción se reduce a un 15,7% del presupuesto familiar.

consumo-combustibles

Ahí tenemos una muestra redonda de cuánto pesan los alimentos en los sectores de menores recursos o, si se prefiere invertir los términos, una versión de la muy desigual distribución de los ingresos. Los datos surgen de una encuesta del INDEC hecha en 2018 y el golpe inflacionario que le siguió ya anuncia, casi cantado, un cuadro por cierto peor para la próxima.

No hay manera de ocultar lo que salta por donde se mire, así se ponga mucho empeño en el emprendimiento. Parece demasiado pretender que es una buena noticia el 3,3% del costo de vida de mayo, sólo porque resultó inferior al 4,1% de abril y al 4,8 de marzo: el 3,3% iguala exactamente a la inflación colombiana de todo un año y ni siquiera compite con el para México alarmante 5,9% también anual.

De cifra en cifra, el fatigoso ejercicio llega ahora al costo de la Canasta Alimentaria Básica, o sea, de aquella que determina el umbral de la indigencia: señala nada menos que 53,4% en los últimos doce meses. ¿Y qué cuenta la Canasta Básica Total, que suma a la lista, entre otros, al transporte, la ropa, la educación y la salud y que fija la línea de pobreza?: cuenta 49,6% anual.

Sólo por si alguien pregunta, de mayo 2020 a mayo 2021 la jubilación mínima apenas subió 29,4% y debió ser mejorada con bonos que, vale aclarar, no se incorporan a los haberes. Calcular la brecha de las canastas contra la mínima y sacar las conclusiones queda a cargo de los interesados.

El cuadro completo deja al descubierto, finalmente, el fracaso de todos los ensayos que el kirchnerismo desplegó, para poner en caja sin poner en caja un fenómeno económico disruptivo como pocos: desde los 70.000 precios máximos de arranque, pasando por los 679 precios cuidados y ahora los 70 productos del llamado Súper Cerca, todo reinó en el mundo del desorden. Igual que las inspecciones de los militantes sociales adictos, el aumento de las retenciones, el cepo y los cupos a las exportaciones o los aprietes y los parches diversos de cada momento, a lo largo de los 18 meses que el kirchnerismo lleva al frente del gobierno.

Tampoco han servido de gran cosa la decisión de pisar el dólar oficial y el congelamiento o cuasi congelamiento de las tarifas. Como se ve en el índice del GBA, entre enero y mayo, el tipo de cambio subió 12,5%; un 4,8% la luz y el gas y 4,6% el transporte público de pasajeros. ¿Y qué marcó la inflación en el Gran Buenos Aires para el mismo período?: un 21,1% casi idéntico al 21,5% del índice de precios nacional.

Cuesta creer, si no resulta directamente increíble, que el Gobierno tenga un plan sólido si esto pasa nada menos que con una variable que expresa distorsiones, fallas e incertidumbres y las desparrama por toda la estructura económica y social. O que se le llame plan a lo que en realidad es una serie de títulos entre los que aparecen el empleo, la producción, el estímulo a las exportaciones y la sustitución de importaciones. Todo de cajón y sin precisiones, pura declaración de Cecilia Todesca, la vicejefa de Gabinete, para responderle al Tesoro norteamericano.

“Cuando dicen que no hay un plan económico es porque no es el plan que ellos quieren”, sentenció Todesca en tono de campaña. Si eso es todo lo que hay, se entiende que con una inflación cómodamente instalada en la zona del 40% anual lluevan reclamos desde los gremios con mayor poder de fuego. Y además, que resulte urgente ayudar a los sectores vulnerables y desprotegidos: no por nada en la Argentina tenemos 20 millones de pobres y convivimos hace tiempo con la palabra hambre.

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