A diario, un hecho de violencia nos golpea: un padre asesinado en plena celebración de año nuevo, una mujer que prendió fuego al colchón de un indigente, un hombre convertido en asesino al volante de un coche que atropella a ciclistas en Palermo… Así, se suman día a día tragedias donde lo único que cambia es el nombre de los protagonistas. Porque además de la violencia, lo peor es el acostumbramiento
Ya no debe ser siquiera el último ejemplo, pero aún así es el más cercano. Sale de su casa en La Plata y dos tipos le roban su moto Honda XR, blanca. Los persigue en la camioneta de su padre, los alcanza, saca un arma y balea en las piernas a uno de los delincuentes. Recupera la moto, pero va preso. Y también el padre, como cómplice de la agresión. El ladrón cómplice del baleado, también va preso. El herido, no. Tiene quince años. Es inimputable. La víctima del robo, convertido en agresor con arma de fuego, tiene 25.
La violencia entró en una peligrosa espiral en la Argentina, de la que el caso anterior es apenas una muestra que encierra una evidencia que más nos vale analicemos pronto: la gente está armada, eso ya se sabe, pero ahora sale a la calle con el arma y está dispuesta a usarla. Y la usa.
Persiguió al ladrón de 15 años que le robo la moto y le pegó dos tiros en las piernas: ambos quedaron detenidos en La Plata
Más o menos a la hora de los balazos en La Plata, en el barrio de Homero Manzi, en Boedo al 700, un tipo fue a cambiar una remera en un negocio de ropa. Lo normal, lo habitual, cambios por la mañana. Tenía que pagar cuatrocientos pesos y optó por sacudirle al empleado que lo atendió una trompada que le quebró la mandíbula. El empleado fue a parar al hospital, el agresor no fue detenido.
En la madrugada del día de Navidad al 26, a las 4.43 de ese día, una mujer le prendió fuego al colchón en el que dormía un indigente, en la Avenida Cobo al 1200. La víctima sufrió quemaduras en los pies y perdió todo lo que tenía, que era nada. Está todo filmado y visto mil veces.
El día anterior, mientras la Unidad Febril de Urgencia (UFU) del Hospital Santojanni trabajaba a destajo, a un promedio de cuarenta y cuatro hisopados por hora, con gente que ansiaba saber si se había pegado el Covid, un tipo preguntó por el jefe de la Unidad. El doctor Oscar Swarman lo contó así: “Me preguntó: ‘¿Usted es el jefe de febriles?’. Me di vuelta porque estaba hisopando. Me saqué la máscara, dije sí señor, ¿qué dese…? No llegué a decir ‘qué desea’ y encontré una piña en el medio de la cara”. El golpe le partió la nariz. El agresor no estaba conforme con la demora, o con los turnos agotados que habían empezado a darse a las siete de la mañana, hasta las once, cuando anunciaron que no había más turnos porque la capacidad médica y de análisis estaba desbordada.
Cualquiera de estos casos, que desnuda una peligrosa intolerancia, si no algo peor, hubiesen provocado en otro momento un enorme escándalo, mientras que pasaron casi inadvertidos: una noticia más de la violencia diaria.
El 1 de enero, a las 4 de la mañana, en el Parque Quintana de Gualeguay, Entre Ríos, Jesús Fernández, que esperaba la llegada del nuevo año junto a su hijo y su esposa, murió apuñalado por una patota que integraban cuatro adolescentes, tres menores, que están libres y un cuarto, el único mayor de dieciocho. Todo pasó frente a centenares de personas que celebraban la llegada de 2022. El lunes 3,en Laferrere, una mujer de 28 años que había roto con su pareja, fue a la casa de su ex a buscar esas cosas que el amor, o lo que fuere, deja ancladas en la vida de los otros. Como encontró al hombre dormido junto a su nueva novia, lo mató de una puñalada.
Esta lista estremecedora suma el asesinato de Lucio Dupuy, un chico de cinco años golpeado durante meses o años, una muerte de la que están acusadas dos mujeres, la madre biológica del chico y su pareja; el ataque del 19 de noviembre a Arturo López, de 66 años playero de un garaje del microcentro porteño por parte de un chico de diecisiete años identificado como Miguel A., aún prófugo. López sigue internado y con riesgo de vida. Por último, el 2, José Carlos Olaya González, de treinta y dos años, al volante de su Ford Focus, atropelló en Palermo a un grupo de ciclistas y mató a Marcela Bimonte, de sesenta y dos, y dejó heridas a otras cuatro personas. Olaya González, con antecedentes penales, bajó del auto, tomó su mochila y se marchó a pie, hasta que lo recogió una camioneta. Días después, ya detenido dijo “No salí a matar -como si ese fuese un mérito-. Me quedé dormido”.
Además de la violencia, lo peor es el acostumbramiento. Hace medio siglo, cuando la guerra civil larvada entablada por los grupos guerrilleros y los gobiernos dictatoriales y democráticos de la época, cuando estallaba una bomba, la sociedad decía con resignado hartazgo: “Ah, sí, es la bomba de las tres”. O de la hora que fuere. La sociedad argentina siente una extraña fascinación por la violencia. La creencia de que al violento le va mejor que al contemplativo, la preferencia por vivir si no al margen, al costado de la ley, por eludir cualquier norma que afecte la vida cotidiana personal, aunque exija el cumplimiento de esa misma norma por el resto de la sociedad y la búsqueda de zafar como fuere en lo personal, es parte de la cultura política y social de la Argentina. “No salí a matar”, dice quien mató.
El populismo, el del siglo XXI que tiene su propia estrategia y estrategas, como el llamado “Socialismo del siglo XXI”, agregó su propio condimento explosivo al cóctel. La seguridad, el cumplimiento de la ley, el ejercicio de la justicia, la democracia, en suma, son hoy formalidades burguesas que deben ser modificadas, o destruidas, para dar paso a un nuevo orden revolucionario, aunque no se exprese así.
Después de todo, la delincuencia, dice esa estrategia, no es más que el producto de la desigualdad capitalista.
Se trata de una enorme imprudencia política y social, que habilita el ejercicio de la violencia cotidiana, como la habilitó en la desdichada década de los 70. Va a resultar que el gran triunfo de la última dictadura fue cultural y castigar la violencia, el delito o el crimen, equipara hoy a quien lo haga con los centuriones de aquellos años.
El escenario es diferente. Los nuevos grupos armados no responden a ideales políticos, sino al narcotráfico, metido de lleno en ciudades como Rosario, o en sectores del conurbano bonaerense, y en un entramado en el que se mezclan drogas, armas, dinero, chicos soldaditos, policías, políticos y funcionarios judiciales, como revela “Entre narcos y policías”, de Javier Auyero y Katherine Sobering.
El narcotráfico ametralla las calles en la noche para sentar presencia. Quienes salen en la madrugada y deben viajar dos horas hasta llegar a su trabajo diario, lo hacen en grupos de tres o cuatro, para darse protección y evitar ser asaltados o muertos. Las madres llevan y traen a sus hijos del colegio así vivan a trescientos metros de distancia, pera evitar que a los chicos le roben los celulares y las zapatillas. Lo normal.
En la Argentina, la violencia, política y social, siempre se discute después, con la tragedia consumada. Nunca antes, ni siquiera durante. De modo que las trompadas a los médicos y a los vendedores de tiendas, el asesinato por despecho, el crimen vicario que asesina al hijo para dañar al padre o a la madre, portar un arma, y estar dispuesto a usarla, en defensa propia no revela más que el sumidero que drena un río más caudaloso, complejo y amenazante.
Se trata de otra guerra civil, esta vez, de conciencias.
Como siempre, se podrá dilucidar cómo empezó, pero no podrá aventurarse cuando termina. Y cómo.