Héctor Vaccaro murió a los 62 años tras un salto fallido el domingo del Día del Padre: no se le abrió ninguno de los dos dispositivos.
Domingo 18 de junio, Día del Padre. Héctor Vaccaro, 62 años, director de Mantenimiento y Talleres de Aysa, se sube a una avioneta de la escuela de paracaidismo del Aero Club Fortín, en Lobos, a 110 kilómetros de la Capital. Amable, saluda al piloto y a su instructor. Son las dos de la tarde. El cielo está despejado y la temperatura es de unos 15 grados. Se escucha el ruido del motor, la nave acelera y despega. Desde arriba, las casas se ven como pequeños bloques distribuidos sobre el verde del campo. A 3.800 metros de altura (un avión comercial vuela entre los 10.000 mil y los 12.000), Vaccaro toma impulso y se arroja al vacío acompañado de su instructor. Con casco y gafas, cae a unos 250 kilómetros por hora. A los 1.500 metros de altura intenta abrir el paracaídas principal. No lo consigue. Sin tiempo, el paracaídas de seguridad tampoco logra desplegarse. A Vaccaro y a su instructor, que debe acompañarlo, les quedan segundos para realizar algún gesto salvador. Pero no hay milagro para él. En un terreno vecino al Aero Club, golpea su cabeza contra el pasto y muere.
¿Qué pasó con los paracaídas que no abrieron? ¿Por qué el instructor no logró evitar el accidente cuando están entrenados y existe un protocolo para eso?
Según la escuela, Vaccaro no pudo abrir el paracaídas principal porque se “desestabilizó” al saltar de la avioneta y, cuando quiso recurrir al paracaídas complementario, se enredó en el pilotín que debía accionarlo y eso impidió que se desplegara.
Su cuerpo fue enviado a la morgue de La Plata, donde le realizaron la autopsia en el marco de la investigación judicial por averiguación de “causales de muerte”. Allí, los especialistas comprobaron que Vaccaro había fallecido por “traumatismo encéfalocraneano grave, politraumatismos y shock hipovolémico (por la pérdida de sangre, el corazón es incapaz de bombear lo suficiente)”. Un golpe sin margen de sobrevida.
Radicado en el juzgado de garantías de Saladillo a cargo de la jueza Patricia Altamiranda, en el caso intervienen Gisela Dupraz, ayudante fiscal de Lobos, y Nicolás Cepeda, auxiliar letrado. “Estamos esperando que Gendarmería haga el peritaje de los paracaídas para tener mayores certezas de lo que ocurrió en el aeródromo de Lobos”, responde Cepeda.
Bianca Vaccaro, 19 años, estudiante de Sonido y Producción Musical en la ORT de Almagro, es la hija de Héctor y tiene muchas dudas sobre el accidente. Aún de duelo, le apunta a la escuela de paracaidismo. “El sábado 17, un día antes de su muerte, mi papá había ido a Lobos para hacer el cuarto salto del curso que había contratado, que en total era de siete clases. Saltó acompañado de dos instructores, cada uno con su paracaídas. Despegados, pero cerca. Los instructores le dijeron después que tenía que repetir el salto al día siguiente, porque había abierto el paracaídas antes de lo conveniente. Entonces, me pregunto: ¿por qué el domingo mi papá no saltó bajo las mismas condiciones que el sábado? ¿Por qué si el sábado saltó con dos instructores el domingo lo hizo con uno solo? Y hay más cuestiones que no quedan claras…”.
-¿Cuáles?
-En la escuela dicen que a mi papá se le enredó el pilotín y por eso no pudo abrir el segundo paracaídas. Pero según el testimonio de un policía, que fue el primero en llegar al lugar del accidente, mi papá no tenía nada enredado en el cuerpo… Yo vi el acta en la que figura la declaración de ese policía.
-También deber haber fotos del cuerpo de tu papá.
-Suponemos que sí. Por eso con mi familia estamos peleando para que nos entreguen las imágenes. Además, si a mi papá se le enredó algo en el cuerpo, le debería haber dejado alguna marca por la fuerza del viento. Pero en la autopsia no se encontró nada de eso.
En teoría, durante la especialidad de caída libre, los paracaidistas profesionales descienden a una velocidad variable de entre unos 180 km/h y 300 km/h, lo que les permite, al regular la velocidad y desplazarse, reproducir de un modo relativo la sensación de “volar”. Según la página web SkyDive Danielson, perteneciente a una escuela ubicada en el estado de Connecticut, Estados Unidos, el salto en paracaídas no se siente como una caída ni con el vértigo de una Montaña Rusa. “La razón por la cual el paracaidismo no produce esa sensación es porque no hay pausa o desaceleración en velocidad”, se lee en la página. Y en la descripción agrega: “Mientra caes en caída libre a 190 km/h (120 mph) tu mente trata de comprender las sensaciones y las vistas a su alrededor. El cerebro trata de mantenerse al día con lo que está sucediendo. Llamamos a este sentimiento ‘sobrecarga sensorial’. Es como si su cerebro estuviera unos minutos tarde, mirando al suelo después de que su cuerpo haya salido y esté en caída libre. El paracaidismo es ventoso, con adrenalina e intenso. Para cuando se abre el paracaídas, su cerebro aún está intentando acostumbrarse a la sensación de caída libre. Todo termina antes de que esté listo para terminar y es difícil recordar exactamente lo que acaba de pasar”.
La descripción ayuda a entender por qué un instructor salta junto a quien realiza sus primeros intentos. Si la “sobrecarga sensorial” o algún desequilibrio impidiera que el alumno acciones su paracaídas, quien lo acompaña debe corregirlo. Pero el relato profundizará el tema más adelante.
-El paracaídas de seguridad también debió accionarse automáticamente -sigue explicando Bianca Vaccaro-. Porque si saltás y te desmayás, por ejemplo, debe haber algún dispositivo que te proteja. Si no, nadie se arriesgaría a tirarse. Por eso pensamos que en el caso de mi papá pudo pasar que no hayan programado la computadora que debe activar ese paracaídas a una altura y velocidad determinadas. Hay muchas cosas que no cierran… Además, sólo se secuestró el paracaídas y no se allanó el aeródromo ni la avioneta. Y encima nos dijeron que el salto de mi papá no se había filmado, cuando se hace siempre para detectar errores de los alumnos y poder corregirlos.
Bianca Vaccaro habla sin dramatizar. Su foco está puesto en tratar de entender qué pasó y por qué. Y en las respuestas de la escuela del Aero Club de Lobos. “Lo que también me dolió fue que el lunes 19, después de lo que había pasado el día anterior, el aeródromo siguió funcionando con normalidad. No lo clausuraron para proteger las pruebas. Ni siquiera lo mantuvieron cerrado por respeto a mi papá. Y estamos hablando de una muerte, no de una fractura de tobillo”. Baja la voz y termina: “Como era el día del padre teníamos previstos juntarnos a cenar. Pero no pudo ser”.
Una vida en Aysa
Héctor Vaccaro vivía solo en su casa de Villa Devoto. Se había divorciado de Roxana Spieler a fines de 2020. Además de Bianca, tienen otro hijo, Juan Ignacio, de 25 años, gamer, jugador profesional de League of Legends (LOL). “Mi hermano y yo nos quedamos con mamá en Agronomía. Pero aunque no vivíamos juntos el contacto con papá seguía siendo muy fluido”, cuenta Bianca, que acaba de rendir un final de su carrera pero no pierde la energía.
Criado en Mataderos, Vaccaro se había recibido de técnico electrónico en la ENET Número 17, Cornelio Saavedra, de Parque Avellaneda. Su primer trabajo lo consiguió en 1982 en Sade Techint. Un año después, cuando todavía se llamaba Obras Sanitarias de la Nación, se sumó a la que sería Aysa y lo destinaron a la planta depuradora sudoeste, en Aldo Bonzi. A mediados de los ’90 se incorporó a los talleres del Establecimiento Varela, en el Bajo Flores, donde se acondicionan las bombas y maquinarias de la empresa. Su idea era seguir los pasos de su padre Ignacio, italiano, que le dedicó toda su vida a esta compañía.
Perfeccionista, le apasionaba la robótica y era capaz de ponerle levantavidrios eléctrico o alarma con audio a su auto Fiat 147, cuando esas prestaciones no venían de fábrica. Sus amigos y parientes recurrían a él cada vez que necesitaban arreglar algún electrodoméstico. “Le encantaba resolver problemas. Decía que eso le mantenía la mente ágil”, recuerda Bianca.
A los 50 años, Vaccaro decidió estudiar una carrera universitaria y se recibió, con mejor promedio, de licenciado en Higiene y Seguridad del Trabajo en la Universidad FASTA (Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino). Después le agregó a su currículum el diploma de Gestión de activos y mantenimiento de la UTN. “Mi papá era un libro abierto”, sigue Bianca. “Siempre estaba estudiando, en alguna institución o por su cuenta. Le preguntabas cualquier cosa y lo sabía… Y si no, te pedía un tiempo, lo averiguaba y te respondía. En uno de los últimos mensajes que intercambiamos, mientras yo estudiaba para rendir otro final, me dijo: ‘no te olvides que la velocidad del sonido es directamente proporcional a la temperatura del ambiente'”.
En 2017 fue nombrado director de Aysa. Pero actuaba como si fuera uno más de los trabajadores. Aunque tenía la posibilidad de hacer home office, en pandemia decidió seguir yendo a la oficina. Además de su tarea habitual, participaba en las Olimpiadas Sanitarias, competencias que se organizan en Colombia y los Estados Unidos, y gana, por ejemplo, quien arregla más rápido una tubería. Su oficina lucía los trofeos. “Algunos de sus compañeros me dijeron que existe la posibilidad de ponerle el nombre de mi papá a una nave de la compañía, un gran tinglado donde hay máquinas y oficinas”, dice Bianca.
Al enterarse de su muerte, el sindicato de empleados de Aysa lo despidió con un mensaje afectuoso: “Héctor era una persona destacada en su profesionalismo y calidad humana. Queremos expresar nuestro más sincero pésame a su esposa e hijos en este momento tan difícil. También deseamos extender nuestras condolencias a todos los compañeros del Establecimiento Varela, donde Héctor prestaba sus servicios”.
Gusto por el riesgo
En los ratos libres, Vaccaro escuchaba música clásica. Y jugaba al ajedrez. Si bien era simple con las comidas, como buen descendiente de italianos se perdía con el tiramisú. Lo que más lo movilizaba, de todas maneras, era su pasión por lo que le generara adrenalina. Como buzo profesional había estado en diferentes aguas, como el Mar Rojo. También manejaba motos de alta cilindrada y, por si fuera poco, había conseguido un certificado de timonel para navegar con su lancha. “Disfrutaba pasar el día en el Delta del Tigre”, describe Bianca, que enseguida recuerda las vacaciones familiares en Cipoletti, Río Negro, y Villa Pehuenia, Neuquén.
-¿De dónde venía la pasión de tu papá por el riesgo?
-Para él, estas actividades eran un desafío, las hacía como una búsqueda de superación personal. En 2010 había sufrido un ACV, pero no perdió el habla ni nada por el estilo. Quedó muy bien. De todos modos, hubo quienes le recomendaron que dejara de bucear. Pero él siguió consultando a especialistas y lo volvió a hacer. Y nunca tuvo ningún problema.
También en Lobos, la primera vez que Vaccaro saltó en paracaídas fue en febrero de 2022. Lo hizo con su hija Bianca y su sobrino Agustín, de 22 años. Quedaron fascinados con la experiencia de volar como pájaros. Justo un año después, en febrero de 2023, padre e hija saltaron por segunda vez. Y desde principios de mayo Héctor pretendía completar el curso de siete clases. “Los primeros saltos los hicimos, como se dice, en tándem: papá enganchado con un arnés a su instructor, y yo enganchada al mío. Son los que se conocen como saltos de bautismo”, detalla Bianca.
-¿Tu hermano Juan Ignacio no tuvo ganas de saltar con ustedes?
-No. Era algo que compartíamos mi papá y yo.
Según especifica la escuela de paracaidismo, no cualquiera puede saltar. Hay que ser mayor de edad (a los 17 años es posible con un permiso de los padres). Además, recomienda no pesar más de 90 kilos, no sufrir problemas de corazón y, para evitar dolor de oídos, no estar congestionado. También, para evitar complicaciones en el descenso, es importante no usar ropa holgada ni llevar cadenitas, aros ni anillos que puedan engancharse en el paracaídas.
Otros casos
En abril de 2021, Alejandro Montagna, porteño de 51 años, sobrevivió a una falla en el momento de abrir su paracaídas principal. También en Lobos, y después de haber hecho más de 3.700 saltos, a Montagna se le enredó el paracaídas pero pudo desplegarlo a tiempo. “Me quedaban 1.300 metros ó 60 segundos para resolver. Con mucho esfuerzo logré sacar el nudo. Pero salí agotado…”.
Un estudio publicado por el sitio español Xatka Ciencia profundizó sobre las causas de muertes en paracaídas: “James Griffith, experto en accidentes de paracaidismo y profesor de psicología en la Universidad de Shippensburg, Estados Unidos, ha estudiado todos los informes sobre accidentes de paracaidismo producidos desde el año 1993”.
Y continua: “Según Griffith, cada año, alrededor de 35 personas mueren en accidentes de paracaidismo de los aproximadamente 2,5 millones de saltos que se llevan a cabo. Eso supone una muerte por cada 75.000 saltos. Lo fascinante del 10 % de las muertes que se producen en paracaidismo es que el motivo parece ser el llamado problema del “no tirar” o de tirar a baja altitud o tirar con poca determinación (en referencia a la manija que activa el paracaídas)”.
Otra razón más inquietante de estos accidentes “es el bloqueo cerebral, tal y como expone Ben Sherwood en su libro El club de los supervivientes: tras saltar de un avión con el corazón latiendo fuertemente y las hormonas del estrés a toda máquina, no resulta sorprendente que nuestra mente se congele durante unos segundos (la sobrecarga sensorial del comienzo). Podemos llegar a olvidar, literalmente, dónde nos encontramos y qué estamos haciendo. Eso nos sucede a todos cada día (nuestro cerebro se paraliza), pero normalmente estamos sentados en nuestra mesa de trabajo o empujando un carrito en el supermercado. Cuando caemos a 190 kilómetros por hora en dirección a la tierra, puede ser fatal si no nos recuperamos a tiempo”.
El texto concluye: “El psicólogo Christian Hart entrevistó a paracaidistas que no tiraron de las manijas de sus paracaídas y se salvaron justo unos segundos antes de impactar contra el suelo gracias a sus dispositivos de activación automática: está convencido de que, cuando nos encontramos bajo una terrible presión, aparecen dos tipos de personalidades. El primer tipo sigue tratando de solucionar los problemas, independientemente de lo que suceda. Estas personas se niegan a rendirse y algunas veces mueren tratando de salvarse. El segundo tipo se rinde enseguida. Son personas que se resignan a su suerte y arrojan la toalla”.
En la Argentina hubo varios casos de personas que murieron al saltar en paracaídas. En 2008, en Mar del Plata, el instructor Ignacio La Puente y su alumno Héctor Zubiyaga perdieron la vida mientras practicaban saltos en terrenos del Parque Industrial, sobre la ruta 88, cerca de Batán.
Otro accidente fatal fue el de Julio Acosta, buzo táctico de la Armada y cabo principal que murió durante un entrenamiento en Bahía Blanca, en 2017, en la Base Aeronaval Comandante Espora. Ese mismo año, en Rosario, el experimentado paracaidista Arturo Julio falleció en el Aeródromo de Alvear. Según trascendió, una falla habría disparado el sistema de emergencia en simultáneo con la apertura de la contención principal.
Francisco Vegetti, de 45 años, es dirigente e instructor del Club Escuela de Paracaidismo Santa Fe, que funciona en el Aeródromo de Esperanza. Empezó a practicar este deporte a los 17 y ya suma unos 3.000 saltos. “El paracaidismo se empieza a entender después de los 150 saltos. Y ya podemos estar en presencia de un paracaidista cabal después de los 350”, afirma, con autoridad.
“De modo estándar”, sigue Vegetti, “se puede saltar en paracaídas a 3.500/4.000 metros, y después de esa altura se necesita usar oxígeno en el avión”, avanza. El récord mundial lo tiene Félix Baumgartner, el austríaco que en 2012 saltó desde una cápsula, afuera de la estratósfera, a 38.900 metros. “A veces tenés que ir hasta lo más alto para entender qué tan pequeños sos. Ahora, regreso a mi hogar”, dijo Baumgartner para la televisión, antes de su caída libre. Su descenso duró cuatro minutos y 19 segundos.
El mejor lugar para practicar paracaidismo en la Argentina es, según el mismo Vegetti, la localidad de La Cumbre, en Córdoba. “También es muy interesante hacer paracaidismo sobre el mar. Y en Esperanza, por supuesto, donde se puede saltar todo el año: la región pampeana es muy previsible en cuanto a meteorología…”. En la escuela santafesina el salto de bautismo tiene un costo para el alumno de unos 60.000 pesos. Y en los distintos aeródromos de la Argentina se cobra más o menos lo mismo, alrededor de 100 dólares.
Vegetti aporta desde su experiencia: “A partir de los años ’80 hubo una gran revolución y los equipos que se utilizan son muy buenos, de gran tecnología, con alas completamente rígidas. Un paracaidista en su casco lleva un altímetro sonoro, y en su muñeca un altímetro visual, lo que hace que le suenen distintas alarmas que lo alertan del momento de abrir el paracaídas. Por eso, en el 99% de los casos, el paracaídas se va a abrir, aunque puede abrirse de una manera no deseada.
-¿Qué significa que un paracaidista se “desestabilice” al saltar del avión?
-El paracaidista puede sufrir un bloqueo mental, o que el cuerpo se le ponga rígido y quede boca arriba. O que gire varias veces… Todo eso se potencia en personas de mayor edad. Los instructores tienen que evitar esas situaciones.
El punto es clave para entender qué pudo ocurrir en el accidente mortal de Vaccaro. El protocolo utilizado en las escuelas indica que en el salto el instructor debe estar pegado a su alumno, como para poder agarrarlo con los brazos y darlo vuelta si quedara boca arriba o de costado. Si el alumno queda abajo después de saltar, el instructor tiene que lograr ubicarse a la par. Para eso hay técnicas, como cambiar la posición de su cuerpo para caer más rápido. A la altura desde la que se hacen los saltos, y en pleno descenso, la comunicación oral es nula. Entonces, con señas debe ayudar al alumno a recuperar la posición ideal para abrir el dispositivo. Y si hace falta, es el instructor quien tira del agarre del paracaídas. Tiene que sostener a su alumno hasta que abra su paracaídas, recién ahí lo suelta y luego acciona su propio dispositivo.
– ¿Y si eso no se lograra, el paracaídas de seguridad debe abrirse solo?
-Claro. Es automático. Si yo salto del avión y quedo nocaut porque choco mi cabeza con una rueda o con alguno de mis compañeros, a unos 400 metros de altura debe abrirse el paracaídas de reserva que lleva un dispositivo muy chiquito que funciona como una boya, que queda inflado y lo abre si es necesario.
Una última aclaración de Vegetti hace eco con las preguntas aún sin respuesta de Bianca Vaccaro: “Cuando los alumnos están más avanzados se pueden tirar con un instructor. Pero si no, para estar más controlados, tienen que hacerlo con dos”.
¿Estaba Vaccaro, en su cuarto salto, preparado para hacerlo con un solo instructor?
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“Con lo meticuloso que era, no podemos creer que a mi papá le haya pasado lo que le pasó”, retoma Bianca Vaccaro. “Es más, para practicar estos saltos, él había hecho el curso teórico. Y como le pareció pobre, se imprimió un manual de paracaidismo de unas 150 páginas y lo tenía arriba de la mesa todo subrayado: se lo estudió de punta a punta… Mi papá era un aventurero pero no un inconsciente”.